Ni tu olor
Ni tus ojos…templo de mi más doliente ternura.
No me recuerda nada
tu sombra inscrita en mi cuerpo.
sino un espejo antiguo de lágrimas
de ausencia.
Podrá decirse todo,
escoger una a una las palabras,
recorrer con los dedos tambaleantes del destierro
la amargura de ojos abiertos.
Ahí, donde el tiempo construyó tu cuerpo,
a un lado…el mío
a un lado extraño
al otro ajeno.
Recojo los pedazos del vacío,
tierra fértil de los muertos
y me veo llorando el ser que siento.
Un hombre dentro de su auto espera el cambio de luz del semáforo. De pronto, la luz que aguarda se torna blanca en todos los sentidos, en todos los ángulos que los ojos le permiten. “Una ceguera blanca” se ha apoderado de él.
A partir de aquí, José Saramago (premio Nobel de literatura1998) en su libro Ensayo sobre la ceguera (Punto de lectura, México, 2001), nos presenta una infinidad de historias que pronto coincidirán sin proponérselo, y por supuesto sin esperarlo.
El mal blanco empieza a extenderse entre la población, sin que haya explicación y razonamiento lógico alguno. Los ciegos (gente común y corriente) ven interrumpido su actuar cotidiano; y son aisladas en un viejo sanatorio. Los personajes dejan atrás los nombres para convertirse en conceptos referentes de alguien: “el niño estrábico”, “la chica de las gafas oscuras”, “la esposa del médico”; ésta última sin perder extrañamente la vista y convirtiéndose en el lazarillo generoso de los ciegos.
Afuera, la ciudad es un montón de cuerpos torpes, sucios y hambrientos con el miedo gestado en los ojos que no ven. La ceguera los ha llevado a enfrentarse a lo más profundo de su animalidad. La lucha por sobrevivir se convierte en la lógica que han de adoptar cada uno de ellos para sobre llevar la larga agonía que el “destino” o “Dios” o quien sea, les ha impuesto.
Saramago a través de un lenguaje simbólico refleja el lado primitivo de la naturaleza humana, ese lado que se piensa domesticado y casi inexistente. Lo sublime junto con la miseria de nosotros mismos es retratado dentro de una historia conmovedora, ácida, apocalíptica. Donde los ojos, alegoría clara del escritor, son el eslabón de la degradación, del avance demoledor de una sociedad dominada por la ceguera perpetua.
Como en su momento lo refiere -el médico- (personaje de esta historia): “…creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven”.
Ensayo sobre la ceguera, espejo donde las imágenes sobrepasan el límite de lo pensable; imágenes que no nos atrevemos a presenciar a pesar de que siempre han estado dentro.
que rozo con el estertor de mis labios.
¿para qué sirven ya?
el deseo que provoca en las manos,
y que no entiendo…
en el lugar de siempre,
con el miedo de nunca.
en el silencio de los besos
en el silencio,
en el silencio,
en el silencio.
tu cuerpo me confirma
-¿Nos olvidamos, a veces,
de nuestra sombra o es que nuestra sombra nos abandona de vez en cuando?-
Oliverio Girondo
Supongo que así acaba esto,
el absurdo contemplado desde el espejo que es la lágrima inerme entre la sal y la arena, en diminuta entrega anclada a los deseos secretos de las voces mortales que no se encuentran; voces cuya sombra quedó suspendida en la historia contigua… paralela del día.
Supongo un poco,
aunque lo poco sea el margen de saber nada. Doy la espalda a la decencia cantada de los necios, al arrebato de la náusea.
El amor es un supuesto, creo que el delirio lleva parte de ello.
Entre las calles bañadas de afectos distraídos encuentro tu nombre, tu nombre que emerge de la oscura tierra, que llena la mirada de significados sin tiempo, voy lenta y lejana con los ojos amargos. Supongo que estos ojos son tristes, alguien preguntará ¿y cómo sabes que son tristes?, la respuesta es sencilla, son tristes porque tienen lágrimas.